miércoles, 4 de marzo de 2015

La batalla de Gembloux: Don Juan de Austria y Farnesio aplastan a 25.000 rebeldes

                                                                                                                                   

                                     Detalle del cuadro «El Camino español» Ferrer Dalmau


La Guerra de Flandes, también conocida como Guerra de los 80 años, vivió el momento más comprometido para los intereses hispánicos en el año 1576. Lo que había comenzado como una rebelión de carácter religioso contra Felipe II, sobre todo en la zona norte de los Países Bajos –las provincias Zelanda y Holanda–, evolucionó en una desobediencia general tras la repentina muerte del gobernador Luis de Requesens y el motín de las tropas en 1576. A la llegada del nuevo gobernador designado por el Rey, Don Juan de Austria, la posición española era crítica, casi irreversible. Un día después de que el hermanastro del Rey pusiera tierra en Luxemburgo, el Saqueo español de Amberes predispuso a todas las provincias en contra de «los extranjeros». La labor del héroe de Lepanto se presumía hercúlea y, aunque el Monarca no estaba todavía dispuesto a aceptarlo, iba a requerir hasta el último hombre de los temidos tercios.
Para recuperar la fidelidad de los nobles moderados y bajo las instrucciones del Rey, Don Juan de Austria retiró a los tercios españoles del país en abril de 1577. Pagó los atrasos a los soldados con el dinero que el Papa Gregorio XIII le había entregado tras la batalla de Lepanto y pidiendo varios préstamos personales. Además, firmó el Edicto Perpetuo, un documento que eliminaba la Inquisición y reconocía las libertades flamencas a cambio del reconocimiento de la soberanía de la Corona española y la restauración de la fe católica en el país. Pero lejos de respetar lo firmado, Guillermo de Orange insistió en su rebelión y buscó la forma de eliminar a Don Juan de Austria, cuya estrategia de pacificación amenazaba con echar al traste sus planes.


                                                                                 Don Juan de Austria

Con solo una veintena de soldados bajo su cargo y reducido a ser un títere político, Don Juan de Austria abandonó Bruselas apresuradamente y se refugió por sorpresa, abusando de la invitación de su castellano, en la fortaleza de Namur (hoy en la región belga de Valonia), desde donde pidió sin éxito ayuda a Felipe II. «Los españoles están marchándose y se llevan mi alma consigo, pues preferiría estar encantado de que esto no suceda. Ellos (la nobleza local) me tienen y me consideran una persona colérica y yo los aborrezco y los tengo por bravísimos bribones», escribió Don Juan de Austria a su amigo Rodrigo de Mendoza sobre la situación desesperada que estaba viviendo. Después de suplicar por el envío de tropas, el Rey autorizó el regreso de los tercios españoles a finales de 1577.
El hijo bastardo de Carlos I de España celebró el regreso de los tercios con gruesas palabras: «A los magníficos Señores, amados y amigos míos, los capitanes de la mi infantería que salió de los Estados de Flandes. [...] A todos ruego vengáis con la menor ropa y bagaje que pudiéredes, que llegados acá no os faltará de vuestros enemigos».
El regreso a Flandes quedó empañado por la muerte del maestre de campo Julián Romero
Alejandro Farnesio –sobrino de Don Juan de Austria pero de la misma edad y también combatiente en Lepanto– guió un ejército de 6.000 soldados de élite en dirección a Flandes. Para alcanzar su objetivo, los tercios recorrieron el conocido como Camino español, un logro logístico que abría un corredor de Milán hasta Bruselas, en poco más de un mes. No obstante, la celeridad y fervor desplegado para acudir en ayuda de Don Juan de Austria, una figura muy apreciada por los soldados, quedó empañada por la muerte de un monumento del ejército español: el maestre de campo Julián Romero, que falleció en las vísperas de la campaña. Cerca de la ciudad de Cremona cayó fulminado de repente. Tenía cincuenta y nueve años –llevaba combatiendo desde los 16 años– y le faltaba un brazo, un ojo y una pierna.
En Namur comienza la reconquista de Flandes
A principios de 1578, el año de la venganza española por las afrentas contra el gobernador de Flandes, Don Juan de Austria se trasladó de Namur a Luxemburgo, donde los tercios españoles se congregaban junto a tropas locales y mercenarios extranjeros. En total, las fuerzas hispánicas sumaban 17.000 hombres, lo cual inspiró cierto temor en los rebeldes, que comenzaron a pedir ayuda a Francia, Inglaterra, Alemania y a cualquier país que quisiera «quemar las barbas del Rey español». Pero era tarde, la maquinaria de los tercios ya estaba en marcha.


                                                                                     Alejandro Farnesio

Un ejército reclutado a toda prisa por los Estados Generales de los Países Bajos se amparó en su superioridad numérica, 25.000 hombres, para dirigirse a Namur, donde Don Juan de Austria había regresado acompañado por los 17.000 soldados. Guillermo de Orange, que mantenía el control político de prácticamente la totalidad de los Países Bajos –incluidas las provincias católicas–, consideraba que la mejor oportunidad para atacar a los españoles era ahora, después de una larga travesía y un periodo de inactividad. No en vano, quizá calculando sobre el terreno que el número daba igual frente a la calidad de las tropas allí congregadas por los españoles, los rebeldes decidieron finalmente retroceder en dirección a Gembloux. Allí tuvo lugar la batalla, un 31 de enero de 1578. No sin antes, en la noche previa al combate, añadir Don Juan de Austria al estandarte real que portó en la batalla de Lepanto la frase: «Con esta señal vencí a los turcos, con esta venceré a los herejes». La confianza del español en la capacidad de sus tropas rozaba la arrogancia.
La confrontación comenzó con una escaramuza encabezada por Octavio Gonzaga, otro de los hombres de confianza de Don Juan de Austria, a la cabeza de 2.000 soldados con el fin de entretener al grueso del ejército enemigo. Con tan mala suerte para los rebeldes que, yendo más lejos de sus instrucciones, las tropas de Gonzaga empezaron a hacer retroceder la línea enemiga. Temiéndose que el enemigo se abalanzara de golpe como respuesta, Don Juan de Austria ordenó a un capitán llamado Perote, cuya compañía se situaba en la vanguardia y seguía avanzando, que retrocediera. Indignado, pues pensó que le trataban por un cobarde, Perote contestó de malas maneras, sin retroceder un palmo, «que él nunca había vuelto las espaldas al enemigo, y aunque quisiera no podía».
«Alejandro se arroja en un hoyo para sacar de él una cierta y grande victoria»
Al contrario, el ejército rebelde no solo no contraatacó sino que fue retrocediendo aún más hasta quedar encajonado en lo bajo y angosto de un paso en pendiente. Una vez más, la baja disciplina de las tropas rebeldes, reclutadas a toda prisa con el oro como única razón de ser, cedía frente al oficio de los tercios españoles. Y viendo que la victoria estaba al alcance de la mano, Alejandro Farnesio –al que Don Juan de Austria había pedido que no se alejara de su lado– le arrebató a un paje de lanza la que llevaba y montó en el primer caballo que encontró libre para dirigir en persona una carga de caballería. «Id a Juan de Austria y decidle que Alejandro, acordándose del antiguo romano, se arroja en un hoyo para sacar de él, con el favor de Dios y con la fortuna de la Casa de Austria, una cierta y grande victoria hoy», afirmó Farnesio según citan las crónicas de Faminiano Estrada. El ataque del sobrino de Felipe II, Duque de Parma, fue secundado por algunos de los más importantes hombres del ejército: Bernardino de Mendoza –que sería nombrado posteriormente embajador en Inglaterra–, Juan Bautista de Monte, Enrique Vienni, Fernando de Toledo –el hijo ilegitimo de el Gran Duque de Alba–, Martinengo, y Cristóbal de Mondragón, entre otros.
Una victoria de la caballería: 10.000 bajas
Las repetidas cargas seleccionadas quirúrgicamente por Alejandro Farnesio pusieron en fuga a la caballería rebelde, superior en efectivos pero no en experiencia. En su desordenada huida, la caballería se estrelló con la infantería que permanecía encajonada a su espalda, de manera que «en parte la estropearon, y del todo la desampararon». Junto a la infantería española que fue en su apoyo, sobre todo los hombres de Gonzaga, la caballería arrebató al enemigo 34 banderas, la artillería y todo el bagaje. En su desesperada fuga, unos en dirección a Bruselas y otros hacia la fortificación de Gembloux, se produjeron la mayoría de las bajas enemigas: más de 10.000 entre muertos y capturados. Como demostración de la enorme distancia que separaba a ambos ejércitos, la mejor infantería de su tiempo, la española, solo contó una veintena de bajas en aquella jornada.

Al finalizar la batalla, Don Juan de Austria reprochó a Alejandro Farnesio que había arriesgado su vida «como si fuera un soldado y no un general». El Rayo de la Guerra replicó a su tío que «él había pensado que no podía llenar el cargo de capitán quien valerosamente no hubiera hecho primero el oficio de soldado». Un incidente que, sin embargo, no afectó a la amistad entre ambos familiares, quienes enviaron a Felipe II dos cartas por separado atribuyéndole enteramente la victoria el uno al otro.
La batalla de Gembloux sorprendió a Guillermo de Orange y al resto de cabecillas de la rebelión festejando en Bruselas que el poder del Imperio español había quedado reducido a controlar Luxemburgo y la ciudad de Namur. No imaginaban que su ejército pudiera mostrarse tan frágil frente a los españoles. Cuando llegaron los rumores de lo que había ocurrido, abandonaron Bruselas y se refugiaron en Amberes sin esperar a que se confirmara la derrota. Don Juan de Austria continuó hasta su extraña y fatídica muerte en octubre de ese mismo año con la ofensiva, avanzando de victoria en victoria por la provincia de Brabante, y posteriormente cedió el testigo a Alejandro Farnesio, que valiéndose de una mezcla de fuerza y dialogo fue el general español que más cerca tuvo la victoria final. Solo Felipe II y su mesiánico empeño por inmiscuirse en todos los frentes posibles (Flandes, Portugal, Inglaterra, Francia…) pudieron diluir la obra que Farnesio inició en Gembloux.

                Cuatro preguntas a Santiago Cubas Roig

Como redactor jefe de la Revista de Historia Militar, el coronel Santiago Cubas Roig conoce mejor que nadie la importancia de divulgar la superdotada historia militar de España. La Guerra de Flandes, un teatro de operaciones donde el Imperio español se jugó su supervivencia, es uno de los focos que más interés está concentrando en el Instituto de Historia y Cultura Militar –responsable de la edición de la citada publicación– en los últimos tiempos. El coronel responde a ABC sobre las cuestiones más controvertidas en torno a la batalla de Gembloux.

–Una vez ordenado el regreso de los tercios desde Italia, la marcha fue especialmente briosa pero también vivió un momento trágico con la muerte de Julián Romero, un personaje muy importante para el ejército

Efectivamente, fue brillante, un héroe querido por los suyos y respetados por el enemigo. Sin embargo, para el momento histórico en que nos encontramos, no resultó un inconveniente fatal su muerte, el trabajo ya estaba hecho, la reorganización de los tercios para su vuelta. Los españoles estaban indignados porque se les había hecho salir como criminales de Flandes, en el vano intento del Rey Prudente de pacificar los ánimos. Sin duda tener a Romero a su frente, habría animado a los soldados, pero, ésta era una ocasión especial. Les llamó Juan de Austria, el héroe, a ellos, les necesitaba, volaron en su ayuda. El Tercio de Lope de Figueroa dejó instaurado un record de velocidad, al recorrer los 1.000 Km en treinta días. La carta en la que les llamó, escrita en tono personal, a ellos, a cada uno de ellos, les decía que fueran ligeros de equipaje, para ir más deprisa, que ya tomarían lo que necesitaran de sus enemigos.

–¿Qué hace pensar al ejército rebelde que puede imponerse en batalla campal a los españoles, después de tantas derrotas en el pasado?

Recordemos la situación. Todo Flandes estaba en poder del Príncipe de Orange, hasta las mismas regiones católicas. Solo Luxemburgo, más alejado, permanecía fiel a su señor natural, el Rey de España. Al norte del Rin, Alemania era protestante. Los Países Bajos actuales eran Germania inferioris, o sea los alemanes bajos. No era difícil conseguir tropas protestantes en la inmensidad de los estados protestantes alemanes del interior, los alemanes altos, de la Germania superioris. El mismo Príncipe, que intentó dos sublevaciones sucesivas en pocos meses, con dos ejércitos de mercenarios alemanes, fue derrotado en sendas ocasiones por el Duque de Alba. En el caso que nos ocupa, el de Orange pensaba dar un golpe de gracia a la autoridad del Rey. No esperaba una reacción tan rápida de los españoles, ni creía que pudieran oponérsele después de tan largo viaje a pie. Además, estos ejércitos reclutados con prisas, no estaban nunca cohesionados, acudían a la llamada del dinero y el posible botín y no tenían, en esa época, la consistencia que llegaría a alcanzar décadas más tarde el bando protestante, sobre todo el ejército de las Provincias Unidas.

–Gembloux es una de las pocas victorias españolas del periodo donde la caballería resulta determinante. ¿Por qué en esta batalla sí es protagonista la caballería española?

A los rebeldes les sorprendió la llegada, finalmente, de los tercios desde Italia, entre ellos como ya he citado, el de Lope de Figueroa. Lope, diez años antes, había sido con su intervención al mando de una compañía del Tercio de Sicilia, el originador de la victoria de Gemmingen, una de las dos victorias del Duque de Alba citadas anteriormente. Cuando llegaron, Don Juan se preparó para la batalla. Según el capitán Alonso Vázquez, Juan de Austria no dejó de reconocer constantemente los movimientos del enemigo ni intentar obtener información. Relata la captura de un mozalbete, enemigo, que le confiesa que todos sus compañeros están pensando abandonar el campo, al saber de la llegada de las tropas españolas desde Italia. La edad y calidad bisoña del joven prisionero y su voluntad de colaboración, hacen reconocer a Juan de Austria la ocasión de la victoria. Siempre convocando consejos de guerra, decide atacar, animado por Alejandro Farnesio. Porque, además, ven, por los constantes reconocimientos, que efectivamente el enemigo hace movimientos que podrían significar la toma de la iniciativa por su parte o su huida.
Para evitar que tome la iniciativa o huya, Don Juan emplea la caballería, para fijarles, sin esperar a que la infantería llegue primero, atacando los dos flancos del enemigo, con italianos y españoles. La caballería consigue, no solo fijarles, sino romper sus flancos. La infantería, a paso largo, llega, se arrodilla, reza a la Virgen Santísima, se levanta y al grito de ¡Santiago!¡España!¡Cierra!, cierra sobre el centro, aún fuerte, del enemigo y lo destroza.

–El propio Alejandro Farnesio encabezó la carga de la caballería exponiendo su vida. ¿Cuánto era costumbre que se expusieran al combate directo los generales del periodo?

No estaba nunca aceptado ni era costumbre, como es lógico, en enfrentamientos de miles de hombres, donde acciones de ese tipo podían dejar descabezado al Ejército, cosa en ningún caso buena. Don Juan lo expresa claramente cuando le reprende: «No os he traido para que muráis como soldado sino para que me auxilieis como general», aunque, según el relato de Alonso Vázquez, el mismo Juan de Austria comenta que comprende que un caballero de su edad no podía haber hecho otra cosa. Motiva mucho a un soldado que su general entre en batalla con él, o que se ponga a cavar una trinchera con él, o que le visite en el lugar más expuesto, aunque, probablemente, fueron pocos los que se enteraron en el momento. El hecho daría gran popularidad y fama a Alejandro, lo cual, sin duda, le sirvió posteriormente.

(ABC)

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